Este recorrido desde la plaza Djemaa El Fna se adentra por los monumentos y zocos más importantes de esta antigua ciudad imperial que atrae a miles de visitantes cada año.
A primera vista Marrakech consigue mimetizarse con las arenas del desierto gracias al ocre rojizo de sus edificios y murallas. Sin embargo, pronto surgen los matices, ya que la ciudad se levanta ante un grandioso oasis de palmeras, una mancha verde en medio de la aridez, y se enmarca entre las elevadas cumbres del Atlas, que asoma sus picos nevados por las calles de la ciudad. Marrakech fue fundada en 1062 como asentamiento almorávide y transformada en ciudad imperial de los almohades quienes la hicieron su capital, embelleciéndola en 1157 con la mezquita de la Kutubia, uno de los monumentos más bellos del Magreb.
Antes de visitar esta joya artística, conviene descubrir el alma de la ciudad: la plaza Djemaa el Fna. “Mejor que Arzak y que los hermanos Roca, ven, ven a probar…”. Un joven vendedor adivinó mi origen y así pretendía atraerme hacia uno de los puestos de comida que a la caída del sol se instalan en Djemaa el Fna.
Una plaza con vida propia
Corazón palpitante de la ciudad, esta plaza detenida en el tiempo tiene dos caras. Desde la salida hasta la puesta del sol es el escenario que comparten todo tipo de artistas y buscavidas. Las primeras en tomar lugar son las mujeres que tatúan con alheña o henna, a las que les siguen encantadores de serpientes, saltimbanquis, tragasables, aguadores, sacamuelas, quiromantes… Al caer la tarde, el humo de los fogones y el olor a especias anuncian la llegada de los puestos de comida a Djemaa el Fna, donde familias enteras y turistas comparten mesa y conversación.
La hora de la cena suele estar amenizada por los tambores de los músicos gnauas, miembros de cofradías místicas musulmanas de origen subsahariano. El crepúsculo es también el momento de los cuentacuentos, que llegan del desierto con sus historias transmitidas oralmente de generación en generación, y a los que los marrakechíes escuchan fascinados. Lo más deslumbrante es que todo este espectáculo es auténtico, no una función para turistas, y viene representándose a diario desde hace siglos, lo que ha llevado a la Unesco a declarar esta plaza Patrimonio Oral e Inmaterial de la Humanidad.
Además del alma y corazón de la ciudad, Djemaa el Fna es la puerta de entrada a la medina marrakechí, un mundo de zocos y artesanos en el interior de un laberinto urbano indescifrable, delimitado por las murallas de la ciudad. Una docena de gremios se apiñan en la medina. Aun con el mapa en la mano, es casi imposible no perderse en algún momento. Pero ese es justamente su encanto, dejarse llevar por los aromas y colores de los tintes naturales para aparecer en el zoco de los tintoreros (Sebbaghine); seguir el martilleo sobre piezas de metal para salir al zoco de los artesanos del cobre y el latón (Attarine); dejarse seducir por los destellos del oro y la plata en el zoco Siyyaghin; o escuchar las suaves notas musicales para ver el trabajo de los lutieres en el zoco Kimakhine.
Uno de los ritos obligados en la visita a Marrakech consiste en subir a una calesa al atardecer para llegar hasta La Menara, un parque erigido en el siglo XII para disfrute de los sultanes, convertido hoy en un apacible jardín que, en días despejados, ofrece vistas de los picos nevados del Alto Atlas. Un gran estanque de agua con un elegante pabellón y la sombra de los olivos refrescan las brisas y alivian el verano marroquí.
De regreso al centro topamos con las murallas que envuelven el núcleo antiguo. A través de una de sus puertas más bellas, Bab Agnau, se accede a las Tumbas Saadíes, un conjunto de mausoleos reales descubiertos en 1917. Un jardín repleto de rosas que recrea el paraíso de Alá se convierte en el eje de dos pabellones en los que se sitúan los monumentos funerarios decorados con un gusto exquisito. A poca distancia de allí, atravesando las callejuelas del barrio judío, se levanta el Palacio Bahía. Conserva más de 150 estancias bellamente engalanadas con mármol de Meknés, madera de cedro del Atlas y azulejos del Rif, y un patio suntuoso rodeado por una galería de columnas.
Hacia el núcleo antiguo
Callejeando sin rumbo por la medina se llega seguro a la mezquita de la Kutubia, orientados por su esbelto minarete que inspiraría el de la Giralda de Sevilla y es visible desde muchos lugares, gracias a una antigua ordenanza todavía en vigor, que prohíbe que los demás edificios del casco antiguo superen en altura a las palmeras. La Kutubia es la herencia más brillante del periodo almohade y un bello rincón, ya que los jardines que la rodean, con naranjos y estanques, son ideales para tomarse un respiro del bullicio de Djemaa el Fna y del trasiego de los zocos.
Antes de abandonar el núcleo antiguo de Marrakech también valdrá la pena visitar el Museo Dar Si Saïd, con estancias lujosamente decoradas donde se exponen artesanías del sur de Marruecos, y especialmente la madrasa de Ben Youssef, una escuela coránica fundada en el siglo XIV, que ha sido restaurada y hoy luce sus suelos de mármol, sus azulejos zellij, estucos de yeso y magníficos trabajos en madera.
Si Marrakech es una puerta natural para acceder al desierto y a las montañas marroquíes, la ciudad de Uarzazat es el preludio de las dunas y los fértiles oasis que salpican el desierto del Sáhara. Hasta ella se accede en unas tres horas en coche o en todoterreno desde Marrakech, no sin antes detenerse en una de las joyas de la zona, la kasbah de Aït Benhaddú, una fortaleza de adobe inmortalizada en películas como Lawrence de Arabia o Indiana Jones. Uarzazat también tiene su propia kasbah, Taourirt, que ha sido restaurada para recuperar sus torres almenadas y lujoso interior.
Fuente: nationalgeographic.com / Foto: Sarah Loetscher